martes, 10 de marzo de 2015

Pintura japonesa: Hasegawa Tōhaku, I

Un artista independiente: Hasegawa Tōhaku, primera parte
Frente al esplendor áureo de las obras de la escuela Kanō que comenté la semana pasada, todas ellas paradigma del espíritu del periodo Momoyama, existía otro enfoque mucho más contenido que se concentraba en las enormes capacidades expresivas de la tinta china. Eran las dos caras de una misma moneda, dos mundos diferentes en los que algunos artistas se encontraban cómodos por igual. Uno de ellos fue Hasegawa Tōhaku.

Hasegawa Tōhaku (1539-1610)
Hasegawa Tōhaku se sintió desde joven muy interesado por el estilo del gran Sesshū, de quien aprendió la técnica de la tinta china antes de trasladarse a Kioto para entrar a trabajar en los talleres de los Kanō. Después de unos años, Hasegawa decidió abandonar la famosa escuela y seguir estudiando la obra de Sesshū y de pintores chinos de la dinastía Song (960-1276).

Hasegawa conoció en Kioto al maestro de té Sen no Rikyū, monje zen del prestigioso Daitoku-ji, un enorme centro budista en donde pudo acceder a la gran colección de pinturas chinas y japonesas que se custodiaban en muchos de los templos situados en su recinto monacal. Eso permitió a Hasegawa estudiarlas en profundidad, algo que sin duda influyó en su estilo, como se intuye en su biombo conocido como Pájaros y flores que se reproduce en la ilustración siguiente.

Hasegawa Tōhaku: Pájaros y flores, c. 1570, tinta y color sobre papel, 150x359 cm.
Myōkaku-ji, Mitsu, prefectura de Okayama. Foto. Wikimedia Commons. 

En esta pintura de juventud pueden rastrearse algunas de las primeras influencias en la obra de Hasegawa. Las puertas correderas decoradas por Kanō Eitoku para Jukō-in, que comenté en otro artículo, son su precedente más cercano, aunque también se aprecian algunas reminiscencias del estilo ya lejano de Sesshū, muy estudiado por Hasegawa.

Simplificando mucho, por un lado, la composición de este biombo resulta más atrevida que la de Eitoku. El árbol de Hasegawa es casi inverosímil con su tortuoso tronco del que nace una rama que se retuerce intentando huir hacia los paneles de la derecha. Por otro lado, los trazos de las hojas y de los minúsculos capullos blancos resultan menos compactos, más disgregados que los de Sesshū.

Sobre el casi hiriente quiebro del tronco y una de sus ramas descansan dos parejas de pajaritos. Mientras, uno más está a punto de saltar y a lo lejos, en el panel derecho, otro se dirige hacia ellos volando.

El árbol parece apartarse de unas cañas de bambú suavemente onduladas que crean una discretísima nota de color verde en el panel izquierdo, que se equilibra con el punteado de unas hojas de nenúfares en el lado derecho.

Toda la obra no hace más que estimular nuestra imaginación gracias a la sutil indefinición, o mejor diría, a la fascinante sugerencia que nos obliga a detenernos para descubrir el paisaje, una escena de la naturaleza que Tōhaku permite que hagamos nuestra gracias a su discreto poder evocador, el cual se transmuta en una tenue voz que nos explica lo que no vemos para que lo disfrutemos con la mente. Ese es el poder del verdadero arte.

Un biombo de tinta china
Voy ahora a presentar una de las obras más impresionantes de la pintura japonesa, y sé que me arriesgo mucho al decir esto, pero al contemplarla nunca puedo evitar el experimentar las más honda impresión, una sensación que incluso cuando observo una reproducción reaparece como un eco.

Me estoy refiriendo al par de biombos conocidos como Pinos en la niebla, catalogados como Tesoro Nacional, la más alta distinción que puede otorgarse en Japón a una pintura, y que no dudo en calificar como el más paradigmático biombo monocromático de toda la historia de la pintura japonesa, aunque acepto discutir sobre el tema.

Hasegawa Tōhaku: Pinos en la niebla, final s. XVI, tinta sobre papel, 
biombo izquierdo, 156x346 cm. Museo Nacional de Tokio. Foto: Wikimedia Commons.
Hasegawa Tōhaku: Pinos en la niebla, final s. XVI, tinta sobre papel,
biombo derecho, 156x346 cm. Museo Nacional de Tokio. Foto: Wikimedia Commons.
































Como se observa en las fotografías anteriores, se trata de una pareja de biombos de seis paneles en los que una delicuescente bruma cubre toda su superficie dejando apenas entrever unas esbeltas coníferas. Hasegawa no empleó ni un solo toque de color, las infinitas gradaciones de la tinta china le resultaron más que suficientes para sugerir un vasto paisaje y hacernos sentir la húmeda presencia de una envolvente nieblilla.

Nunca antes se había insinuado la profundidad espacial de manera tan poética y refinada; bueno, quizás me he “pasado” y haya alguna excepción, por ejemplo el Paisaje haboku de Sesshū ya comentado en este blog. Los arranques de casi todos los árboles quedan ocultos, únicamente son visibles unos pocos y solo un par de ellos no quedan difuminados por la nieblilla. A lo lejos, en el centro de la composición global, en la parte alta del panel derecho de la mampara izquierda, apenas se vislumbra una cumbre lejana. Ese es el método tradicionalmente empleado en los biombos para representar el paisaje distante: situándolo en la zona superior mientras se relega los elementos próximos a la inferior.

En esta obra pueden estudiarse todas las posibilidades expresivas que ofrece un medio tan humilde como la tinta china. El trazo de Hasegawa es de una precisión extrema y de una sutileza casi inimaginable. Su dominio de la técnica le permite emplear todos los recursos y conseguir todos los efectos deseados. Su trazo puede ser amplio y de un solo movimiento, puede ejecutarlo de arriba abajo o al revés, puede detenerlo sin separar el pincel del papel o levantarlo lentamente, puede moverlo nerviosamente como un remolino o deslizarlo plácidamente como una caricia.

Pero no se acaba ahí su maestría, sino que los innumerables gradientes y veladuras conseguidos mediante los diferentes grados de disolución de la tinta, los diversos niveles de humedad de las cerdas o las variadas inclinaciones del pincel muestran el total dominio técnico de Hasegawa, pero sobre todo su capacidad comunicativa.

Y todo eso aplicado a un formato enorme de casi siete metros de largo, en el que no se emplea ni una sola gota de color. Con esta obra, Hasegawa demostró que la tinta china no solo era un medio idóneo para los pequeños formatos, sino que también resultaba muy adecuada para los enormes biombos que hasta entonces únicamente parecían ser el soporte de enormes árboles, flores y pájaros sobre fondos dorados.

La semana próxima seguiré hablando de Hasegawa y de una obra situada en otro mundo pictórico, el multicolor.

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